Friday, April 04, 2008

La culpa

“Es probable que tales deformaciones se hagan cada vez más frecuentes” Ferdinad de Saussure La habitación estaba prácticamente vacía. Las paredes aparecían gastadas y quebradizas, marcadas con la sangre de todos los que habían estado allí antes que S. Las rejas de la ventana que daba al patio de la penitenciaría estaban limadas pero todavía permanecían firmes. Repentinamente los fríos barrotes de la celda se abrieron y entro un oficial a entregar una carta a S. Le hirió los ojos con una linterna de gran potencia en la mitad de la noche. Dejó la carta en el suelo y se alejó con una muda sonrisa. S se quedó solo, momentáneamente ciego y afiebrado. Sabía que la carta contenía el día y la hora de su muerte. Trató de recordar tiempos más felices, antes del asesinato, cuando todavía tenía aquello que se llama familia. Los recuerdos venían en espejos o en lluvias de cristales, no del todo convincentes; opacos e incompletos, como cuando se intenta recomponer una imagen difícilmente reconocible por medio de las virtudes de la memoria. Familia, hogar y trabajo: simples distracciones con las que el tiempo pasa más rápido (como un libro o un mazo de cartas). En realidad lo que ha S le molestaba era no poder recordar al hombre al que había matado (le habían dicho su nombre pero no podía asociarlo a ninguna de las personas que conocía). Había atribuido esto a una posible sobredosis de alcohol, cosa que poco importaba en materia judicial. El juez había ordenado que se lo encerrara en una celda para discutir la pertinencia de la aplicación de pena capital. Finalmente había llegado la respuesta: debía morir a primera hora de la mañana. Esa noche pidió su última cena, como era la costumbre. No le llevaron nada en lo absoluto. En efecto, ¿quién podría acatar la voluntad de un hombre al que ya se le puede considerar muerto? Quizás se lo merecía, quizás no. En realidad no existe tal estado como “ser merecedor de algo”. Lo cierto es (en alguna forma también lo inesperado) que esperaba tranquilamente en las horas más largas de su vida. La noche no se hacía menos densa con el paso del tiempo, sombras indistintas jugaban descuidada y rítmicamente entre cúmulos dispersos, un puñado de estrellas brillaban desganadas sobre el velo constelado. ¿Pero realmente tiene alguna utilidad? Si el mundo no se terminara en unas horas ¿Qué habría? Solamente tiempo. Simplemente, y quizás inútilmente, tiempo. S continuaba recostado, tenía una palidez cadavérica. Los minutos llovían copiosamente y a una velocidad asombrosa. De súbito las primeras luces del alba desgarraron la tormenta de sombras. Un abrupto y arrasador silencio prorrumpió groseramente en las celdas venidas a menos. Unos pasos apocalípticos despedazaban poco a poco el mudo sonido de la soledad. S se incorporó de repente, absurdamente intranquilo. La puerta de la celda se abrió con cierta apatía, una figura uniformada traspasó el umbral y le fijó las esposas con decidida somnolencia. Caminaron varias millas cansadas por la brisa de la rutina, y llegaron a un lugar apartado: un edificio minúsculo y deteriorado que apenas se mantenía para propósitos gubernamentales. Entraron discretamente, para no interrumpir. Había muchas personas alrededor de la sala: jueces, abogados, familiares, amigos y los indiscretos de turno. Aparentemente, nadie quería perderse la función. El cuadro era curioso en verdad: había niños jugando y mozos sirviendo aperitivos en su propia ejecución. S estaba disminuido por la incertidumbre. Se limitó a observar el desarrollo del evento, pasivamente. Un mozo lo condujo a la silla eléctrica y lo aseguro cortésmente. De súbito, las conversaciones se extinguieron. Todos miraban ahora a S llenos de expectación. El juez que lo condenó se convirtió asimismo en victimario. S vibraba violentamente mientras las ondas salían de su cuerpo en torrentes sangrientos. La habitación se llenó de aplausos, júbilo y gritos de los niños. La corriente era tan violenta que la cabeza de S se desprendió y rodó como un ovillo de abatimiento hasta los pies del verdugo. Lo miraba con un aire desconcertado y quizás suplicante. La electricidad cesó y la concurrencia se dispersó enteramente complacida. El día transcurrió normalmente en el juzgado número 3 del distrito de Brümment. El juez recibió un telegrama del agente encargado del caso S. Éste le comunicaba que finalmente habían podido atrapar al verdadero asesino y que el imputado anterior debía ser liberado. El juez parecía divertido con la ironía mientras archivaba el expediente de S en la sección de “errores judiciales”.