Wednesday, June 27, 2012

Latín Vulgar


Quienes me conocen saben que no soy hombre de anécdotas, y mucho menos de exageración. Pero sucesos tan singulares como los ocurridos en aquella construcción de Santa Fe y Anchorena merecen, al menos, inclusión en algún tratado de psiquiatría de esos que se escriben solos y que llevan en la tapa la foto de algún pobre infeliz que está más loco que sus pacientes.


Hubiera pasado desapercibido el hecho si no hubiera escuchado, en exquisito latín, el exordio de un ilustre discurso de un aún más ilustre orador. No poca fue mi sorpresa al percatarme que dicho periodo había sido pronunciado por un obrero de la construcción aledaña. El silencio fue ensordecedor entre los trabajadores que ya se habían reunido en torno al improvisado orador cual Júpiter Estátor en la Curia Hostilia. De un momento a otro la solemnidad del cuadro se tornó en algo primariamente dramático, una función íntima y privada: una comedia de tipos. Un arlequín sucio e improvisado apareció en escena al tiempo que un voluntarioso Pierrot intentaba sostener las columnas con papel impreso, tal como mostraba el plano (no en vano le apodaban Pierrot Le Fou). Tímidamente se le aproximó una desdibujada Colombina, de esas propias del teatro isabelino: rostro recio, nariz aguileña, labios enjutos y andar quijano. En una suave y dulce voz de bajo profundo le reprocha a Pierrot su impertinencia y lo derriba de una caricia en los escombros cercanos (que el confuso arquitecto no puede ubicar en su plano y acusa al desentendido Arlequín de haberlos borrado mientras no lo veía). Un pantaleón estupefacto observaba atónito estos sucesos increíbles adivinándose, quizás, víctima de la Historia. Se mantenía al margen, oscuro y contemplativo. Sin palabra, sin juicio, sin indicio de protagonismo. Quo usque tandem abutere, Pedrolino, patientia nostra? Un aturdido Pierrot se reincorpora, mira vacilante a sus alrededores sin identificar a su interlocutor, gira sobre sí mismo colisionando con el rostro de una dócil Colombina, que, a tales inminencias, se parecía enormemente a una morsa embalsamada y la saluda con un alarido de pavor. Acto seguido, la afable “dama” responde el saludo con un cariñoso mimo que deja a Pierrot semi-agonizante en medio de Plaza Francia. O tempora, o mores!

El orador continuó su discurso. Reflexioné unos instantes. Había adivinado el argumento. Opté por retirarme debido a que tales desvaríos suelen terminar con un “¡Juro que he salvado a la Patria!”...